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Apertura del Año Jubilar 2025 | Carta Pastoral de nuestro arzobispo mons. Francisco Prieto

Nuestro arzobispo de Santiago de Compostela, d. Francisco, nos ha escrito una Carta Pastoral a todos los diocesanos con motivo de la próxima apertura del Año Jubilar 2025, en la que nos llama a vivir este tiempo de gracia con un espíritu de esperanza.

Por este motivo y, en comunión con el papa Francisco, el arzobispo invita a todos los fieles a participar en la celebración de la Eucaristía que tendrá lugar el domingo 29 de diciembre como apertura solemne del Año Jubilar en la Iglesia diocesana de Santiago de Compostela. Los ritos iniciales se celebrarán a las 16:30 en la iglesia de San Francisco y continuará con la procesión hasta la Catedral.

Mons. Prieto recuerda que este Jubileo, que coincide con la Navidad, es un tiempo propicio para «dejarnos iluminar por la gracia y misericordia» del Señor.

 

 

Fuente: archicompostela.org

«Una Iglesia sinodal, una misión renovada» | Carta Pastoral de nuestro arzobispo D. Francisco para este Adviento 2024.

Ya ha empezado el adviento y nuestro arzobispo, don Francisco, nos ha escrito a todos los diocesanos una carta pastoral titulada: “Una Iglesia sinodal, una misión renovada. Adviento 2024“, donde nos llama a una «misión renovada» en la Iglesia, basada en la sinodalidad y la evangelización.

El arzobispo destaca el papel esencial que tiene el Espíritu Santo en este proceso de renovación, señalando que «el Espíritu Santo infundido por el Padre» impulsará a la Iglesia en el camino de la conversión pastoral y misionera. Un proceso que implica una «profunda transformación de las mentalidades, actitudes y estructuras eclesiales».

La carta pastoral enfatiza la necesidad de abrazar la sinodalidad, un camino que busca hacer a la Iglesia «más participativa y misionera» . Nuestro arzobispo nos invita a dejar atrás «la cómoda actitud del espectador escéptico» y las excusas del «siempre se ha hecho así» para avanzar hacia una Iglesia donde todos nos sentamos corresponsables de la misión evangelizadora.

Para el Arzobispo, la misión renovada debe estar «en y desde Cristo». Nos propone tres «leyes» para guiar esta misión: La «ley de la expropiación»: Dejar de hablar en nombre propio y hacerlo en nombre de Cristo y la Iglesia. La «ley de la semilla de mostaza»: Transcender la consciencia de pertenecer a Cristo y a su Cuerpo (la Iglesia). Y la «ley del germen de trigo»: Reconocer que no se ven los resultados inmediatos, y recordando siempre que la ley de los grandes números no es la ley del Evangelio.

En esta carta pastoral, don Francisco también subraya la importancia del encuentro personal con Cristo como base de la misión, citando al Papa Benedicto XVI, quien recordaba que la fe no se puede quedar en un bonito propósito. y añade: «Sólo evangeliza quien se ha dejado evangelizar. No se puede transmitir lo que no se cree y lo que no se vive».

El Arzobispo continúa haciéndonos una llamada a la unidad y a la acción. Reconoce que el camino sinodal requiere una profunda comunión entre los hijos e hijas de Dios, y nos pide «aunar criterios, puntos de vista y acciones en la evangelización» para responder a la fragmentación.

Mons. Francisco Prieto concluye su carta pastoral con un mensaje de esperanza. Afirma que la Iglesia en Santiago de Compostela ha de ser un «oasis de esperanza» donde la vida nueva del Evangelio sea accesible a todos. Nos anima a no sucumbir al pesimismo y a «acoger con responsabilidad la verdadera renovación que nos lleva, como Iglesia, al corazón del Evangelio para convertirnos en evangelizadores con Espíritu».

 


Texto íntegro:

 

Os infundiré un espíritu nuevo (Ez 36,26)

Una Iglesia sinodal, una misión renovada

Adviento 2024

 

A todos los fieles de la Iglesia que peregrina en Santiago de Compostela

Como el pueblo de Israel en el exilio recibía una palabra de aliento, el tiempo de Adviento se nos da como un tiempo de gracia que alienta una renovada esperanza: las promesas de Dios a su pueblo no pueden fallar. El profeta Ezequiel (s. VI aC) llama a la conversión y a la esperanza: Dios en persona apacentará a su pueblo, tanto el que vive en el destierro babilónico como el que permaneció en Judá, y le ofrecerá una alianza nueva y definitiva (cf. Ez 34). En los tiempos nuevos y esperados el pueblo de Dios recibirá del Señor un corazón nuevo y un espíritu nuevo: el corazón del pueblo, el corazón de cada uno de nosotros – “lo que me distingue, me configura en mi identidad espiritual y me pone en comunión con las demás personas”[1] – será renovado por el Señor para palpitar conforme a su voluntad de vida y libertad (corazón de carne) frente a las pétreas actitudes que nos paralizan en lamentos y quejas (corazón de piedra) (cf. Ez 36,26b). Un espíritu nuevo, el espíritu de Dios que será infundido a todo el pueblo, no como mera moda o novedad, sino como don que viene de lo alto, anticipo de la filiación y fraternidad realizadas en Cristo: “Como sois hijos, Dios envió a vuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama: «¡Abba, Padre!»” (Gal 4,6; cf. Rom 8,26; DN 76).

El Espíritu infundido por el Señor “nos impulsa a avanzar juntos en el camino de la conversión pastoral y misionera, que implica una profunda transformación de las mentalidades, actitudes y estructuras eclesiales”[2]. ¿Cómo superar nuestras resistencias, personales y comunitarias al cambio, asumiendo la lógica del Evangelio y dejando de lado las rutinas que nos impiden responder con creatividad y valentía a los desafíos actuales? El Espíritu nos dispone a una permanente conversión del corazón para hacer de todos nosotros piedras vivas de un edificio espiritual (cf. 1 Pe 2,5; LG 6): la Iglesia que se edifica “como un hogar acogedor, como un sacramento de encuentro y salvación, una escuela de comunión para todos los hijos e hijas de Dios” (DF Sínodo Sinodalidad 115).

Con la efusión del Espíritu comienza la nueva creación y nace un pueblo de discípulos misioneros (cf. Jn 20,21-22): “En todos los bautizados, desde el primero hasta el último, actúa la fuerza santificadora del Espíritu que impulsa a evangelizar. El Pueblo de Dios es santo por esta unción que lo hace infalible in credendo. Esto significa que cuando cree no se equivoca, aunque no encuentre palabras para explicar su fe. El Espíritu lo guía en la verdad y lo conduce a la salvación” (EG 119). Y aunque decimos en primera persona, creo, esto sólo es posible porque se forma parte de una gran comunión, porque también se dice creemos (cf. Lumen Fidei 39). Ahí reside ese instinto de fe (sensus fidei), en la totalidad de los fieles, de todo el pueblo de Dios, no en mi “yo” solitario que afirmar creer, sino el nosotros creemos pronunciado sinfónicamente por cada uno al decir creo: “En virtud del Bautismo «el pueblo santo de Dios participa de la función profética de Cristo, dando testimonio vivo de Él sobre todo con una vida de fe y de caridad» (LG 12). Gracias a la unción del Espíritu Santo recibida en el Bautismo (cf. 1 Jn 2,20.27), todos los creyentes poseen un instinto para la verdad del Evangelio, llamado sensus fidei” (DF Sínodo Sinodalidad 22).

  • Una misión sinodal

Cada miembro del pueblo de Dios nos convertimos en discípulos misioneros (cf. EG 120). Todos somos llamados a ofrecer a los demás el testimonio explícito del amor salvífico del Señor, a pesar de nuestras imperfecciones y limitaciones, y, por ello, no podemos olvidar que también todos estamos llamados a crecer como evangelizadores, lo que implica un compromiso por formarnos y profundizar nuestro amor al Señor y nuestro testimonio del Evangelio (cf. EG 121): “La misión es un estímulo constante para no quedarse en la mediocridad y para seguir creciendo. El testimonio de fe que todo cristiano está llamado a ofrecer implica decir como san Pablo: «No es que lo tenga ya conseguido o que ya sea perfecto, sino que continúo mi carrera […] y me lanzo a lo que está por delante» (Flp 3,12-13)” (EG 121).

En el plural sinfónico con el profesamos, celebramos y vivimos la fe, somos convocados a ser una comunidad diocesana que acoge la sinodalidad como “un camino de renovación espiritual y de reforma estructural para hacer a la Iglesia más participativa y misionera, es decir, para hacerla más capaz de caminar con cada hombre y mujer irradiando la luz de Cristo” (DF Sínodo Sinodalidad 24). Recientemente hemos constituido y renovado los diversos organismos de sinodalidad y comunión en nuestra diócesis: Consejo Presbiteral, Consejo de Asuntos Económicos, Consejo Pastoral Diocesano y Colegio de Arciprestes y Vicearciprestes. Su constitución es, ante todo, una llamada, más que un mero proceso normativo, a vivir de modo efectivo y comprometido la corresponsabilidad eclesial: las estructuras sirven si canalizan y sostienen procesos de conversión personal y pastoral; las rutas y programas de acción pastoral no pueden quedarse en la retórica de los buenos propósitos o en la cómoda actitud del espectador escéptico. Una vez más, debemos dejar atrás la rémora del “siempre se ha hecho así” o del “habriqueísmo”, excusas y lastre de la vida pastoral.

Todo se refiere a la única misión que Cristo ha encomendado a la Iglesia: anunciar el Evangelio a todas las naciones (cf. Mt 28,19-20; Mc 16,15-16). Evangelizar es “la misión esencial de la Iglesia […] es la gracia y la vocación propia de la Iglesia, su identidad profunda” (EN 14). Por eso, “sinodalidad y misión están íntimamente ligadas: la misión ilumina la sinodalidad y la sinodalidad impulsa a la misión” (DF Sínodo Sinodalidad 32). Caminar juntos y en misión como Iglesia diocesana requiere docilidad a la acción del Espíritu y escucha de la Palabra de Dios, contemplación, silencio y conversión del corazón. Así sabremos acoger con gratitud y humildad la variedad de dones y tareas distribuidos por el Espíritu Santo para el servicio del único Señor (cf. 1 Co 12,4-5) en esta Iglesia de Santiago. Sin ambiciones ni envidias, ni deseos de dominio o control, sin afán de señalar ni generar espacios excluyentes, cultivando, ante todo, los mismos sentimientos de Cristo Jesús, que “se despojó de sí mismo asumiendo la condición de siervo” (Flp 2,7). La fecundidad que obra el Espíritu se percibe cuando la vida de la Iglesia está marcada por la unidad y la armonía en la pluriformidad (DF Sínodo Sinodalidad 43). Una de las expresiones más genuinas de la comunión es la aceptación sincera de la diversidad de carismas y realidades que vertebran la vida de nuestras parroquias y comunidades diocesanas. Precisamos adquirir una espiritualidad de la comunión… “rechazando las tentaciones egoístas que continuamente nos asechan y engendran competitividad, ganas de hacer carrera, desconfianza y envidias. No nos hagamos ilusiones: sin este camino espiritual, de poco servirían los instrumentos externos de la comunión. Se convertirían en medios sin alma, máscaras de comunión más que sus modos de expresión y crecimiento”[3].

  • Una misión renovada en y desde Cristo

Inspirados por el Evangelio, os quisiera proponer a modo de hoja de ruta, tres “leyes evangelizadoras” que nos pueden ayudar a caminar por las sendas de una misión renovada. La primera sería la “ley de la expropiación”, es decir, no hablar en nombre propio sino en nombre de Cristo y de la Iglesia, manteniéndonos firme en el hecho de que “evangelizar no es simplemente una forma de hablar, sino una forma de vivir”: a saber, la clara consciencia de pertenecer a Cristo y a su Cuerpo (la Iglesia) que transciende el propio yo; la segunda es la “ley de la semilla de mostaza”, es decir, la valentía de evangelizar con paciencia y perseverancia, sin pretender obtener resultados inmediatos, y recordando siempre que la ley de los grandes números no es la ley del Evangelio. Y finalmente la “ley del germen de trigo”, es decir, saber que para dar la vida debemos morir a nosotros mismos, debemos aceptar la lógica de la cruz.

Sólo podremos acoger con espíritu nuevo estas actitudes evangelizadoras si reconocemos que el Espíritu es el verdadero protagonista de toda evangelización, porque es el Espíritu quien hace viva la memoria de Jesús, el Evangelio encarnado del Padre; es el que nos lleva a la verdad completa, el que suscita en nosotros –como un gran don- la fe; es el Espíritu quien convierte, quien ora, quien crea comunión: “El Espíritu Santo, por quien la voz del Evangelio resuena viva en la Iglesia, y por ella en el mundo, va induciendo a los creyentes en la verdad entera, y hace que la palabra de Cristo habite en ellos abundantemente (cf. Col 3,16)” (DV 8).

La evangelización solo es posible en la fuerza de lo alto, en la fuerza del Espíritu Santo (cf. Lc 24,27-29; Hch 1,8). El Espíritu Santo guía la misión. Él es el que una y otra vez abre nuevas puertas (cf. Hch 16,6-8; 2 Cor 2,12). Solo si la Iglesia en Santiago está colmada del Espíritu Santo será capaz de ser misionera y evangelizadora.

Redescubrir la alegría y la belleza de creer y encontrar un nuevo entusiasmo en la comunicación de la fe, como nos recordaba el papa Benedicto XVI, se puede quedar en un bonito propósito si cada creyente no acogemos en nosotros la vida nueva que el Padre nos da en Cristo por el Espíritu, o sea, la santidad, la vida nueva de cada cristiano[4]. Sólo evangeliza quien se ha dejado evangelizar. No se puede transmitir lo que no se cree y lo que no se vive. Es necesario que una misión renovada esté acreditada por la propia conducta de vida, por la credibilidad personal y comunitaria de una vida modelada por el Evangelio: “creí, por eso hablé” (2 Cor 4,13).

Pongámonos como Iglesia diocesana a la escucha de Jesús, pongamos al Señor en el centro, que nos invita a creer en él y a extraer el agua viva que mana de su fuente (cf. Jn 4,14). Entonces ni la sal de la vida cristiana se volverá sosa ni la luz de Cristo en el creyente se apagará (cf Mt 5,13-16). Por ello, es preciso redescubrir el gusto de alimentarnos con la Palabra de Dios y con el Pan de la Vida (cf. Porta fidei 3) para seguir nutriendo la experiencia de un amor, el de Dios, que se recibe y se comunica como experiencia de gracia y de gozo, y que nos abre el corazón y la mente para acoger la invitación del Señor a aceptar su Palabra para ser sus discípulos (cf. Porta fidei 7).

La experiencia de Jesucristo ha de ser vivida en la comunidad de la fe, en la que hemos de superar la tentación de creer sin pertenecer, porque un cristiano solo y solitario no es cristiano. Hay que ser cristianos concretos: no se puede perdurar en el aislamiento y en la distancia con los demás creyentes. Y la Iglesia, en sus diversas comunidades, es el espacio ofrecido por Cristo para este encuentro. De aquí deriva la necesidad de que estas comunidades eclesiales sean acogedoras, espacios en donde todos se encuentren “como en casa”. Como nos recuerda el papa Francisco, “no se debería pensar en esta misión de comunicar a Cristo como si fuera solamente algo entre él y yo. Se vive en comunión con la propia comunidad y con la Iglesia. Si nos alejamos de la comunidad, también nos iremos alejando de Jesús. Si la olvidamos y no nos preocupamos por ella, nuestra amistad con Jesús se irá enfriando” (DN 212).

  • La diakonía, lenguaje de una misión renovada

La misión de Jesús debería transparentarse en la nuestra. Y la misión de Jesús era, sobre todo, diaconía de amor hacia los más necesitados: “he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia” (Jn 10,10). La diaconía de la fe (beber y ofrecer el agua viva; cf. la samaritana: Jn 4,5-42) debe ser de aquella “fe que actúa en la caridad” (Gal 5,6) (acoger y curar al herido; cf. el samaritano: Lc 10,25-37). Por eso, los apelativos samaritano (diaconía de la caridad) y samaritana (diaconía de la fe) se han convertido, por muchas razones y por lo que implican, para la Iglesia y para cada cristiano, en los sustantivos imprescindibles de nuestra identidad y misión.

La diaconía es el lenguaje que, más que con palabras, se expresa, desde la gratuidad, en las obras de fraternidad, de cercanía y de ayuda a las personas en sus necesidades espirituales y materiales. Una diaconía que nos pide alzar la voz sin miedo en defensa de quienes están sufriendo, hoy, muy graves injusticias, víctimas de las guerras, de la trata, de la violencia, de la falta de un trabajo digno y seguro. No perdamos una mirada y sensibilidad evangélicas ante la necesaria acogida e integración de las personas migradas: es inaceptable utilizar a los migrantes o refugiados como arma política, cuando ya acumulan el dolor por el desarraigo y el abuso de las mafias. Han de ser acogidos desde la legalidad y en fraternidad. En nuestras palabras y gestos debe oírse aquella pregunta de Jesús al ciego Bartimeo: “¿Qué quieres que haga por ti?” (Mc 10, 51). El prójimo siempre tiene rostro concreto y allí el Señor nos espera: los damnificados por la reciente DANA que asoló tantos pueblos y tantas vidas; la dificultad en el acceso a la vivienda de jóvenes y familias; la lacra del paro juvenil o de las adicciones que tanto esclavizan la libertad y la dignidad de las personas.

Precisamos una esperanza encarnada y comprometida que nos permita recuperar una vida en la que vivir sea más que sobrevivir[5].

  • Una misión compartida

Para proclamar con fecundidad el Evangelio se requiere una profunda comunión entre los hijos e hijas de Dios en la Iglesia local. Ese es el signo distintivo que hace creíble y eficaz el anuncio: “Os doy un mandamiento nuevo; que os améis los unos a los otros. Que, como yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros. En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros” (Jn 13,34-35).

Es necesario aunar criterios, puntos de vistas y acciones en la evangelización para responder así a los desafíos que hemos de afrontar y para evitar el riesgo de la dispersión y de la fragmentación. Pidamos como don y asumamos como compromiso un clima de comunión que permita ver con un espíritu diferente los desafíos del presente. Se trata de generar unidad, no uniformidad.

Una sinfonía de actitudes y compromisos, basados en la “cercanía, apertura al diálogo, paciencia, y una acogida cordial que no condena” (EG 165) y atentos al otro, reconocido como prójimo, para que no se imponga la verdad y se apele a la libertad (EG 165). Actuar con humildad y respeto cuando evangelizamos, transmitiendo un “anuncio que se comparte con una actitud humilde y testimonial de quien siempre sabe aprender, con la conciencia de que ese mensaje es tan rico y tan profundo que siempre nos supera” (EG 128). Se trata de aprender de la situación vital del interlocutor y aprender de la eficacia y grandeza del mismo mensaje del cual uno es humilde portador. Mostremos, desde una comunicación alegre y vital, con unas notas de alegría, estímulo, vitalidad (cf. EG 165), que somos capaces de reconocer en la vida diocesana una pluralidad de formas y de creatividades: “No hay que pensar que el anuncio evangélico deba transmitirse siempre con determinadas fórmulas aprendidas, o con palabras precisas que expresen un contenido absolutamente invariable. Se transmite de formas tan diversas que sería imposible describirlas o catalogarlas, donde el Pueblo de Dios, con sus innumerables gestos y signos, es sujeto colectivo” (EG 129).

Reconocer la necesidad de un cambio de perspectiva, de una verdadera conversión, obra del Espíritu que nos unge: estar a la escucha. Porque más que analizar el hombre y la sociedad, escuchemos lo que nos quiere decir el hombre de hoy: qué vive, qué espera, que piensa de Dios, de la fe, de la Iglesia, de sí mismo… Así evitaremos estar los mismos con los mismos. Es un cambio de mentalidad, de visión, de percepción de la realidad, que implica posteriormente una nueva forma de comportarse y ser en nuestras comunidades eclesiales y en la sociedad: “De la escucha profunda de las necesidades y de la fe de las personas con las que se encontraba [Jesús], brotaban palabras y gestos que renovaban sus vidas, abriendo el camino a relaciones restauradas. Jesús es el Mesías que «hace oír a los sordos y hablar a los mudos» (Mc 7,37). Nos pide a nosotros, sus discípulos, que nos comportemos de la misma manera y nos da, con la gracia del Espíritu Santo, la capacidad de hacerlo, modelando nuestro corazón según el suyo: sólo «el corazón hace posible cualquier vínculo auténtico, porque una relación que no se construye con el corazón es incapaz de superar la fragmentación del individualismo» (DN 17). Cuando escuchamos a nuestros hermanos, participamos de la actitud en la que Dios, en Jesucristo, sale al encuentro de cada uno” (DF Sínodo Sinodalidad 51).

 

Conclusión

En este tiempo apasionante, la Iglesia en Santiago de Compostela ha de ser un oasis de esperanza donde los cántaros secos de tantos hombres y mujeres sean colmados con el agua de la vida nueva del Evangelio y con la misericordia entrañable de Dios (cf. EG 81). ¡¡Es tiempo de pasión y audacia!! Hay que multiplicar y hacer accesibles a los seres humanos de hoy los pozos en los cuales sean invitados a saciar su sed, a experimentar un oasis en los desiertos de la vida, a encontrarse con Jesús.

Cuando fiamos todo a nuestras fuerzas y posibilidades solemos sucumbir al pesimismo y damos el empeño por perdido. ¿Cómo romper esta inercia? Todo lo que os comparto solo es posible a nivel personal, eclesial y pastoral si lo aceptamos, al mismo tiempo, como don y tarea. Porque sólo de Dios viene la vida nueva, la verdadera renovación que nos lleva, como Iglesia, al corazón del Evangelio para convertirnos en evangelizadores con Espíritu (cf. EG 262). Tenemos la responsabilidad de acoger ese don y hacerlo acontecimiento personal y comunitario para no convertir la vida pastoral en obligaciones simplemente soportadas.

Somos conscientes de que “llevamos un tesoro en vasijas de barro, para que se vea que una fuerza extraordinaria es de Dios y no proviene de nosotros” (2 Cor 4, 7). Y por eso, nunca debemos sentirnos aplastados, desesperados y abandonados (cf. 2 Cor 4,8). Debemos avivar la confianza en la misteriosa fecundidad del Espíritu que “viene en ayuda de nuestra debilidad” (Rm 8,26). No se resume todo en resultados y estadísticas. Como discípulos misioneros nuestra tarea es sembrar: la acción fecunda del Espíritu hará que no se pierda ningún trabajo, ningún esfuerzo, ninguna preocupación sincera y ninguna entrega generosa. Cada uno de los dones y carismas, las diferentes vocaciones eclesiales son expresiones diversas de la única llamada bautismal a la santidad y a la misión. Tienen su origen en la libertad del Espíritu Santo, y no son propiedad exclusiva de quienes los reciben y ejercen, ni pueden ser motivo de reivindicación para sí mismos o para un grupo.

El próximo Jubileo Romano de 2025 nos convoca a caminar en la esperanza en Cristo que no declina y que nos sostiene para seguir recorriendo los senderos de nuestras parroquias y fieles, de nuestras familias y comunidades, de los hombres y mujeres de estas tierras con los que la Iglesia en Santiago quiere compartir vida y plenitud evangélicas, el deseo y compromiso por una justicia y dignidad que edifiquen una sólida paz. Aguardo que podamos hacer juntos, en comunión, este camino que el Señor nos invita a recorrer. Ungidos por el Espíritu Santo, cuya presencia alentadora se sigue irradiando en los creyentes de esta Iglesia diocesana, abramos camino a la Esperanza que, de nuevo, se acerca a nosotros en este tiempo de Adviento[6]. María, Madre de la Esperanza, nos acompaña y ora con nosotros en esta gozosa espera.

 

Francisco José Prieto Fernández
Arzobispo de Santiago de Compostela

1 de diciembre de 2024
I Domingo de Adviento

 

[1] Francisco, Carta encíclica «Dilexit nos». Sobre el amor humano y divino del corazón de Jesucristo (=DN) (Roma, 24 de octubre de 2024) 14.

[2] XVI Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos. Segunda sesión (2-27 octubre 2024), Por una Iglesia Sinodal: comunión, participación, misión. Documento final (DF Sínodo Sinodalidad) (26 octubre 2024), 14.

[3] Juan Pablo II, Novo Millennio Ineunte (Roma, 6 de enero de 2001) 43.

[4] Cf. Benedicto XVI, Porta fideiCarta apostólica en forma de “motu proprio” con la que se convoca el Año de la fe (Roma, 11 de octubre de 2011) 7.

[5] Cf. Byung-Chul Han, El espíritu de la esperanza (Barcelona 2024).

[6] Francisco, Spes non confundit. Bula convocatoria del Jubileo ordinario del año 2025 (Roma, 9 de mayo de 2024) 3.

 

CARTA PASTORAL del ARZOBISPO D. FRANCISCO para el ADVIENTO 2024 (en PDF)
CARTA PASTORAL do ARCEBISPO D. FRANCISCO para o ADVENTO 2024 (galego, en PDF)

 

Fuente: archicompostela.org

 

Carta Pastoral de mons. Prieto en la Fiesta de San José Obrero

Día Internacional de los Trabajadores

1 de mayo de 2024

 

Queridos hermanos:

Con motivo de la festividad de san José Obrero – “un carpintero que trabajaba honestamente para asegurar el sustento de su familia” (Patris corde 6) – y de la conmemoración del Día Internacional de los Trabajadores, conviene recordar que “el trabajo es uno de estos aspectos, perenne y fundamental, siempre actual y que exige constantemente una renovada atención y un decidido testimonio. Porque surgen siempre nuevos interrogantes y problemas, nacen siempre nuevas esperanzas, pero nacen también temores y amenazas relacionadas con esta dimensión fundamental de la existencia humana” (Laborem exercens, 1).

No olvidemos que no existe peor pobreza que aquella que priva del trabajo y de la dignidad del trabajo. Por ello, debemos recordar y reivindicar siempre la dignidad y los derechos de los trabajadores, pues “en una sociedad realmente desarrollada el trabajo es una dimensión irrenunciable de la vida social, ya que no sólo es un modo de ganarse el pan, sino también un cauce para el crecimiento personal, para establecer relaciones sanas, para expresarse a sí mismo, para compartir dones, para sentirse corresponsable en el perfeccionamiento del mundo, y en definitiva para vivir como pueblo (Fratelli tutti, 162).

Un trabajo digno es, ante todo, un trabajo en el que se cuida a las personas trabajadoras, favoreciendo la conciliación de su vida personal, familiar y laboral. Debemos procurar, mediante un gran pacto social, las condiciones que hagan posible que la salud laboral sea un derecho fundamental para todos los trabajadores y sea prioritario en cualquier entorno. Un trabajo que cuida respeta la dignidad, asegura los derechos y motiva la responsabilidad y la creatividad profesional.

Con San José, en su corazón de padre trabajador, nos comprometemos en cuidar de modo integral el trabajo, como deber y derecho, como don de Dios, para que sea verdaderamente libre, creativo y solidario.

+ Francisco José Prieto Fernández
Arzobispo de Santiago de Compostela

 

 

Noticia extraída de: archicompostela.es

Carta Pastoral de nuestro arzobispo D. Francisco en la Jornada Nacional de Manos Unidas

Jornada Nacional de Manos Unidas
LXV Campaña contra el hambre
11 de febrero de 2024
“El efecto ser humano”

 

Recientemente nos recordaba el papa Francisco, en su exhortación apostólica Laudate Deum (Roma 2023), que “por más que se pretendan negar, esconder, disimular o relativizar, los signos del cambio climático están ahí, cada vez más patentes”, y “ya no se puede dudar del origen humano —“antrópico”— del cambio climático” (nn. 5 y 11). En la Campaña contra el hambre de 2024, Manos Unidas, organización de la Iglesia en España para la cooperación al desarrollo, en su misión de trabajar por erradicar la pobreza, el hambre, la miseria y luchar por el respeto a los derechos humanos, nos recuerda que “hay una injusticia que encuentra su origen en el propio cambio climático, y exige una justa reparación para que millones de seres humanos puedan vivir dignamente”.

A pesar de los intentos de negar, esconder, disimular o relativizar, los signos del cambio climático son una evidencia, y “ya no se trata de una cuestión secundaria o ideológica, sino de un drama que nos daña a todos”, cuyos efectos los “sentiremos en los ámbitos de la salud, las fuentes de trabajo, el acceso a los recursos, la vivienda, las migraciones forzadas, etc.” (Laudate Deum 2 y 3). En el cuidado de la casa común los creyentes tenemos una especial responsabilidad que brota de nuestra fe en el Dios Creador (Gen 1,31: “Dios vio todo lo que había hecho y era muy bueno”): no podemos olvidar que, como don de Dios, “la tierra nos precede y nos ha sido dada” para cuidarla, preservarla y protegerla, porque “la tierra es del Señor” (Sal 24,1), a Él pertenece “la tierra y cuanto hay en ella” (Dt 10,14). Por ello, frente al desaforado consumismo o la pretensión de un “merecido” beneficio económico sin límites, debemos interrogarnos: “en la propia conciencia, y ante el rostro de los hijos que pagarán el daño de sus acciones, aparece la pregunta por el sentido: ¿qué sentido tiene mi vida, qué sentido tiene mi paso por esta tierra, qué sentido tienen, en definitiva, mi trabajo y mi esfuerzo?” (Laudate Deum 33).

En la vida personal y familiar, en los diversos ámbitos sociales donde estamos presentes, en las comunidades y parroquias de nuestra Iglesia diocesana de Santiago, saliendo de la comodidad del pasivo espectador, acojamos la fuerte llamada que Manos Unidas nos hace a un compromiso serio con los “descartados climáticos” y a una implicación en la lucha contra el cambio climático que, para ser justa, debe centrarse en los más vulnerables.

Agradeciendo la disponibilidad y entrega de los voluntarios y colaboradores de Manos Unidas, os invito a una acción urgente, valiente y responsable con la justicia climática, como un camino de reconciliación con el mundo que nos alberga y las personas que lo habitan. En ellos está presente la huella de Dios y en ellos el Creador es alabado.

Un cordial saludo en el Señor de la Vida. Con mi bendición.

 

+ Francisco José Prieto Fernández
Arzobispo de Santiago de Compostela

 

 

Fuente: archicompostela.es

Carta Pastoral de Adviento de nuestro arzobispo Mons. Francisco Prieto

 

Caminemos a la luz del Señor (Is 2, 5)

Orientaciones para un camino de renovación pastoral

Adviento 2023

 

A todos los fieles de la Iglesia que peregrina en Santiago de Compostela

Con el Adviento llega el tiempo de la espera y la esperanza, de las búsquedas y los silencios. El tiempo de mirar alrededor y descubrir que Dios sigue viniendo por caminos insospechados a nuestras vidas. En un periodo de turbulencia para Israel y Judá, en el siglo VIII a.C., el profeta Isaías anuncia la esperanza de la paz definitiva, la nueva humanidad querida por Dios. Hoy, de nuevo, sus palabras nos invitan a emprender un camino que, alejado de las excusas de Nicodemo (cf. Jn 3,4) y del desánimo de los discípulos de Emaús (cf. Lc 24, 17-24), hemos de recorrer, como Iglesia diocesana, a la luz del Señor.

Somos convocados a ser y vivir como Pueblo de Dios en camino, sin abstracciones, encarnados en los rostros y vidas de nuestros pueblos y ciudades, con sus gentes que los habitan con sus trabajos y esperanzas, con sus esfuerzos y heridas, labrando tierra y surcando el mar hacia un horizonte que, en ocasiones, aparece desdibujado, en el que hemos de alumbrar aquella luz de la fe suficiente para caminar, sembrar aquella esperanza que nos pone en pie y fortalecer aquella caridad que ni cansa ni se cansa. Todo ello solo tiene un nombre: un mismo Señor, un mismo Dios, un mismo y único Espíritu (cf. 1Cor 12, 5-6.11).

Señor, nosotros somos la arcilla y tú nuestro alfarero, todos somos obra de tu mano (Is 64, 7)

Sólo en Cristo que es el camino, hodos, (y también la verdad y la vida) podemos ser verdaderamente synodoi, compañeros de camino. Como dice san Ignacio de Antioquía, “somos compañeros de viaje en virtud de la dignidad bautismal y de la amistad con Cristo” (A los Efesios). Sólo desde Cristo y con Cristo seremos una Iglesia verdaderamente sinodal, sin impostaciones ni abusos retóricos de las expresiones: “Una Iglesia sinodal es una Iglesia de la escucha, con la conciencia de que escuchar «es más que oír». Es una escucha recíproca en la cual cada uno tiene algo que aprender. Pueblo fiel, colegio episcopal, Obispo de Roma: uno en escucha de los otros; y todos en escucha del Espíritu Santo, el «Espíritu de verdad» (Jn 14,17), para conocer lo que él «dice a las Iglesias» (Ap 2,7)”[1].

A los diez años de la publicación de la exhortación apostólica Evangelii Gaudium (=EG) del papa Francisco hagamos nuestras sus palabras: “Sueño con una opción misionera capaz de transformarlo todo, para que las costumbres, los estilos, los horarios, el lenguaje y toda estructura eclesial se convierta en un cauce adecuado para la evangelización del mundo actual más que para la autopreservación. La reforma de estructuras que exige la conversión pastoral sólo puede entenderse en este sentido: procurar que todas ellas se vuelvan más misioneras, que la pastoral ordinaria en todas sus instancias sea más expansiva y abierta, que coloque a los agentes pastorales en constante actitud de salida y favorezca así la respuesta positiva de todos aquellos a quienes Jesús convoca a su amistad” (EG 24).

Cómo dejar atrás los refugios de las rutinas que nos acomodan o los fundamentalismos de cualquier signo que nos atrincheran y nos ciegan. El Sínodo Diocesano de 2016-2017 ha trazado un camino que debemos retomar sin dilación. No es momento de quejas, de resentimientos, de rendirse, sino de preguntarnos si estamos dispuestos a mirar el futuro en clave de Evangelio, evitando caer en el pesimismo estéril de los profetas de calamidades, incapaces de ver en las crisis y dificultades desafíos para crecer (EG 84). Se expresa en lamentos y “habriaqueísmos” que suelen ir unidos a la rutina y al conformismo que afianza una mera pastoral de mantenimiento (EG 96). Es la actitud de quien solo ve lo negativo, con un cierto complejo victimista, y su palabra es la queja permanente y la conciencia de derrota (EG 85). Quejas que generalmente se dirigen a los “otros” para justificar la propia indolencia y el quedarse en lo de “siempre se ha hecho así”. Por eso, es necesario “ser audaces y creativos en esta tarea de repensar los objetivos, las estructuras, el estilo y los métodos evangelizadores de las propias comunidades. Una postulación de los fines sin una adecuada búsqueda comunitaria de los medios para alcanzarlos está condenada a convertirse en mera fantasía” (EG 33).

En el desierto preparadle un camino al Señor (Is 40, 3)

Es Adviento. Hay que abrir camino en el desierto de nuestro individualismo, en el de los miedos e inseguridades que nos paralizan. Hay que allanar los caminos que no conducen al encuentro de todos, a los de distinta cultura, raza o religión, amigos y enemigos. Hay que derrumbar todas las barreras, las montañas de “objeciones razonables” bajo las que hemos atrincherado nuestra vida.

¿Por qué no descubrir el tiempo presente de nuestra Iglesia diocesana como un nuevo kairós? La crisis actual, que abarca todas las dimensiones de la persona y la sociedad, no es sólo hundimiento o catástrofe; es también una situación de cambio y decisión. Toda crisis es un reto, una oportunidad que Dios nos ofrece para sacarle partido. En medio de la desertificación espiritual que vive nuestro mundo hemos de descubrir la alegría y el entusiasmo de creer y aprovechar el tiempo de desierto para redescubrir lo que es esencial. Evangelizar no es hacer proselitismo, ni tener mil argumentos para convencer, sino proponer, con optimismo y naturalidad, a Jesucristo como la razón de nuestra existencia. Esto requiere una fe viva que nos lleva a confiar más en Dios que en nuestras fuerzas y asumir nuestras debilidades y limitaciones.

Desde la realidad de nuestra Iglesia diocesana, con sus fortalezas y debilidades, debemos trazar un camino que vaya perfilando, sin dilaciones y con realismo, el horizonte de una nueva etapa pastoral: los procesos personales y comunitarios son lentos, y sólo tienen lugar si damos la primacía al Espíritu que nos mueve. Tenemos que avanzar por un camino de conversión pastoral y misionera, que no puede dejar las cosas como están (cf. EG 25). Un camino al que estamos convocados todos los bautizados, pues en todos “actúa la fuerza santificadora del Espíritu que impulsa a evangelizar” (EG 119): “Todo cristiano es misionero en la medida en que se ha encontrado con el amor de Dios en Cristo Jesús; ya no decimos que somos «discípulos» y «misioneros», sino que somos siempre «discípulos misioneros»” (EG 120). No podemos olvidar que “todos son corresponsables de la vida y de la misión de la comunidad y todos son llamados a obrar según la ley de la mutua solidaridad en el respeto de los específicos ministerios y carismas, en cuanto cada uno de ellos recibe su energía del único Señor (cfr. 1 Cor 15,45).”[2]

En nuestra extensa geografía diocesana, con 1070 parroquias, sumado a la edad y escasez de los sacerdotes, y de los agentes de pastoral en general, es necesario y urgente configurar una nueva distribución territorial y estructural de toda la pastoral diocesana que refleje una nueva relación entre los fieles y el territorio. El uso de denominaciones como unidades pastorales y zonas pastorales no son un mero cambio de nomenclatura en el que deba consistir la solución a los múltiples problemas y retos que debemos afrontar en nuestras parroquias y arciprestazgos.

En el centro de este inaplazable proceso de renovación está la exigencia de reavivar y establecer aquellas estructuras a través de las cuales se muestre y revitalice la común vocación bautismal de ser discípulos misioneros por parte de todos los que formamos esta comunidad diocesana: obispo, sacerdotes, laicos y vida consagrada. Es preciso que el Consejo Diocesano de Pastoral, el Consejo Presbiteral, el Colegio de Consultores, el Consejo de Asuntos Económicos sean organismos operativos al servicio de la vida sinodal en la diócesis; e igualmente en las parroquias y unidades de pastoral han de ponerse en marcha, allí donde no estén constituidos, los Consejos de Pastoral y de Asuntos Económicos, como expresión y cauce de la corresponsabilidad y la comunión eclesial[3].

Estamos ante un cambio de mentalidad que no será fácil de asumir, porque supone romper con esquemas e inercias aprendidas y cristalizadas. En primer lugar, nos exige a todos estar dispuestos a un trabajo en común, frente a la tentación de hacer de nuestras parroquias islas pastorales; en segundo lugar, nos pide estar dispuestos a entender la responsabilidad como corresponsabilidad, pasando del único liderazgo sacerdotal a un liderazgo compartido, generando equipos pastorales formados por sacerdotes, diáconos, religiosos y laicos, que asuman el acompañamiento y animación pastoral de las comunidades en clave misionera. En tercer lugar, todos hemos de hacer el esfuerzo de comprender la nueva situación, no como el quedarnos sin el párroco que siempre tuvimos, sino como una apuesta por la proximidad en la que hemos de configurar cada comunidad como una familia de familias en la que toda acción pastoral (anuncio, celebración y caridad) se comparte, desde una sinodalidad vivida, en un discernimiento a la luz de la Palabra y en la institución de los ministerios laicales (lectorado, acolitado y catequista) al servicio de la vida y la misión de las comunidades cristianas, como fruto y expresión de la corresponsabilidad eclesial.

Somos realistas ante un cambio estructural de este calado, porque, evidentemente, no podemos pensar, ingenuamente, que con trazar en un mapa esta nueva configuración diocesana lo tenemos todo hecho. Un cambio estructural comienza con la conversión personal para que generemos, en actitudes y gestos, una nueva cultura eclesial y misionera en la que se patentice el porqué, la razón de ser Iglesia: evangelizar. La estructura pastoral diocesana no cambiará verdaderamente sólo sustituyendo unas realidades por otras sino nos preguntamos sinceramente por la motivación que nos anima. Seamos una comunidad diocesana convencida que “evangelizar constituye, en efecto, la dicha y vocación propia de la Iglesia, su identidad más profunda” (EN 14), y que asume la “opción misionera” a la que nos invita el papa Francisco para transformar enteramente nuestra pastoral (cf. EG 27).

Me ha enviado para dar la buena noticia a los pobres (Is 61, 1)

En toda renovación eclesial, el primer anuncio o kerygma debe ocupar el centro de la actividad evangelizadora. Como dice el papa Francisco, el kerigma es “el fuego del Espíritu que se dona en forma de lenguas y nos hace creer en Jesucristo, que con su muerte y resurrección nos revela y nos comunica la misericordia infinita del Padre… Es el primero en un sentido cualitativo, porque es el anuncio principal, ese que siempre hay que volver a escuchar de diversas maneras y ese que siempre hay que volver a anunciar” (EG 164). Es preciso insistir en la necesidad pastoral del primer anuncio con unas características determinadas: “que exprese el amor salvífico de Dios previo a la obligación moral y religiosa, que no imponga la verdad y que apele a la libertad, que posea unas notas de alegría, estímulo, vitalidad, y una integralidad armoniosa que no reduzca la predicación a unas pocas doctrinas a veces más filosóficas que evangélicas. Esto exige al evangelizador ciertas actitudes que ayudan a acoger mejor el anuncio: cercanía, apertura al diálogo, paciencia, acogida cordial que no condena” (EG 165).

Junto a la centralidad del primer anuncio, debe ir la necesidad de elaborar un nuevo Directorio diocesano de Pastoral de la Iniciación Cristiana. Hasta no hace mucho, la fe se podía dar por supuesta como algo natural porque estaba sencillamente presente como parte de la vida. Hoy resulta natural lo contrario. Esta nueva situación obliga a pasar de lo heredado a la propuesta. La Iniciación Cristiana es la expresión más significativa de la misión maternal de la Iglesia al engendrar a la vida a los hijos de Dios; contribuye a la renovación de nuestra Iglesia diocesana, en cuanto que los nuevos cristianos renacidos por la fe y la gracia de los sacramentos son el mejor principio para el crecimiento y rejuvenecimiento de las comunidades y parroquias. Ahora bien, esta misión maternal de la Iglesia se realiza con frecuencia con muchas limitaciones, provenientes en parte de la falta de vigor en el sentido eclesial, fraternal y misionero a la vez, de las propias comunidades cristianas, y también del ámbito de las familias, que acusan los efectos de la ruptura entre la fe y la vida, del debilitamiento del compromiso cristiano y de la práctica sacramental, y por la crisis de la dimensión vocacional de nuestra fe, que tiene como génesis el sacramento del bautismo y como horizonte la llamada a la santidad vivida en la vocación laical, sacerdotal y consagrada[4].

Desde esta situación, y con una adecuada dosis de realismo, sabemos que “la Iniciación Cristiana no se puede reducir a un simple proceso de enseñanza y de formación doctrinal, sino que ha de ser considerada una realidad que implica a toda la persona, la cual ha de asumir existencialmente su condición de hijo de Dios en el Hijo Jesucristo, abandonando su anterior modo de vivir, mientras realiza el aprendizaje de la vida cristiana y entra gozosamente en la comunión de la Iglesia, para ser en ella adorador del Padre y testigo del Dios vivo”. Para ello, es preciso “hacer del proceso de Iniciación Cristiana una verdadera introducción experiencial a la totalidad de la vida de fe creando espacios y propuestas concretas para el primer anuncio y para el replanteamiento de la iniciación cristiana en clave catecumenal”[5]. Una Iniciación Cristiana que ponga en acción el Evangelio y que precisa de una catequesis que conecte la acción misionera, que llama a la fe, con la acción pastoral, que la alimenta continuamente[6].

Con el nuevo Directorio se pretende ubicar debidamente la Iniciación Cristiana en el dinamismo evangelizador y comunitario de las parroquias, teniendo presente la pluralidad de situaciones. Por ello, hemos de hacer una opción por los itinerarios, que responderán a los diversos casos iniciáticos, y por los procesos, por los cuales los itinerarios se articulan y realizan de manera concreta. Los itinerarios harán referencia a los diversos caminos con los cuales se inicia a las personas según las situaciones concretas.

Caminemos en nuestra Iglesia diocesana a la luz del Señor (Is 2,5)  para ser una escuela de comunión en la que aprendamos a acoger la diversidad como un don de Dios (NMI 43), y así anunciar, celebrar y vivir la fe corresponsablemente; una Iglesia en la comunión sea fuente de alegría que nos permita testimoniar lo que creemos y celebramos: el amor entrañable y misericordioso de Dios; una Iglesia en la que la comunión vivida nos debe llevar a superar los individualismos y el pesimismo para asumir con gozo los criterios diocesanos en la vida pastoral, apostar por el trabajo en común, sin que ello anule la singularidad de cada comunidad y de cada fiel cristiano.

Superemos rutinas que paralizan y discursos que desgastan los ánimos y cierran los oídos del corazón. Son tiempos de oportunidad y de compromiso, de ponerse manos a la obra. Es el momento de aprender la gramática de la simplicidad, y no instalarnos en el reino de la retórica (EG 232), de acoger el ritmo de la espera, acompañar a los desesperados, de recuperar las entrañas de misericordia, ir a buscar el huésped.

El camino por el que debemos salir y seguir: llevar a todos la vida nueva de Jesucristo, Hijo de Dios y Salvador. Para que esto suceda, alejados de una pura cosmética, Jesús ha de ser el centro vital y real de la comunidad eclesial, de los evangelizadores, como diría san Pablo, “hasta que Cristo se forme en vosotros” (Gal 4, 19). No se trata de identificarnos con una causa, sino dejarnos seducir por su persona, establecer con él una relación personal y comunitaria de mayor calidad, de más verdad y más fidelidad, para que resplandezca “la belleza del amor salvífico de Dios manifestado en Jesucristo muerto y resucitado” (EG 36).

Porque queremos que Dios sea el primero y el centro de nuestra vida os invito a vivir el próximo 2024 como el Año de la Oración que el papa Francisco ha convocado como preparación del Jubileo Romano 2025. Necesitamos recuperar el deseo de estar con el Señor: frente a las urgencias cotidianas, debemos detenernos en una oración de escucha de la Palabra que nos lleve a la acción (cf. EG 262). En la oración personal y comunitaria el Espíritu Santo transformará nuestra mente y corazón para llevar a la practica la conversión pastoral que todos anhelamos. Te invito a ser discípulo orante a los pies del Resucitado para que aquellos que no lo conocen encuentren en ti un maestro de oración (cf. EG 266). Animo a que todas nuestras parroquias y comunidades sean escuelas de oración que faciliten el encuentro real con Cristo vivo en la Iglesia.

Es la razón de ser y de existir de la Iglesia (cf. EN 14). Si nos dejamos llevar de dudas y temores, seremos espectadores de su estancamiento infecundo (cf. EG 119). Seamos actores de la misteriosa fecundidad del Espíritu (cf. EG 280). Como fue María Nuestra Madre, como fue el Apóstol Santiago. Que ellos nos acompañen y nos alcancen del Señor un chover miudiño de fe, esperanza y caridad.

 

+ Francisco José Prieto Fernández
Arzobispo de Santiago de Compostela

3 de diciembre de 2023

 

[1] Francisco, Discurso en la Conmemoración del 50 aniversario de la Institución del Sínodo de los Obispos (Roma 2015).

[2] Comisión Teológica Internacional, La sinodalidad en la vida y misión de la Iglesia (Roma 2018), nº 22. Cf. nº 70.

[3] Comisión Teológica Internacional, La sinodalidad …, nº 80-84.

[4] Conferencia Episcopal Española, La Iniciación cristiana. Reflexiones y orientaciones (Madrid 1998) nº 62.

[5] Conferencia Episcopal Española, La Iniciación cristiana…, nº 18-19.

[6] Pontificio Consejo para la Promoción de la Nueva Evangelización, Directorio para la catequesis (Roma 2020) nº 69.

 

Fuente: archicompostela.es

«Un trabajo decente tiene que ser un trabajo saludable»

 

 

El próximo 7 de octubre, la iniciativa Iglesia por el Trabajo Decente (ITD) se suma, impulsa y convoca la Jornada Mundial por el Trabajo Decente, junto con la Organización Internacional del Trabajo, el movimiento sindical mundial y el movimiento mundial de trabajadores cristianos con el lema: “Un trabajo decente tiene que ser un trabajo saludable”. La seguridad y la salud en el trabajo son esenciales para el bienestar y la dignidad de las personas.

Estas  organizaciones que forman parte de esta iniciativa ITD han vuelto a unir sus voces reinvindicativas, mediante una nota de prensa y  un manifiesto en las que reclaman acabar con la «triste secuela» de la siniestralidad laboral

 

NOTA DE PRENSA

 

MANIFIESTO

 

Por este motivo, el arzobispo de Santiago, mons. Francisco Prieto, ha escrito una carta pastoral recordando “que el derecho a un trabajo decente ha de ser también un trabajo saludable, pues la seguridad y la salud laboral son esenciales para el bienestar y la dignidad de las personas”. Y añade: “El mundo del trabajo es una prioridad humana y, por la tanto, una prioridad cristiana, pues al trabajar participamos en la obra creadora de Dios y expresamos la dignidad de ser creados a su imagen y semejanza. El trabajo es un deber y un derecho y también un don de Dios que precisa ser cuidado de modo integral para que sea libre, creativo, participativo y solidario”.

 

Carta Pastoral íntegra del Arzobispo sobre la Jornada Trabajo Decente 2023

 

En nuestra Archidiócesis de Santiago de Compostela, tendrán lugar los siguientes actos, el domingo 8 de octubre:

  • En Santiago de Compostela, en la parroquia de San Fernando, a las 20:00 eucaristía y lectura del manifiesto.
  • En A Coruña, a las 11:15 lectura del manifiesto en la parroquia de San Francisco Javier, y a las 11:30 eucaristía. También en la parroquia del Pilar, a las 12:30 eucaristía y al finalizar, lectura del manifiesto.

 

 

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Mons. Francisco Prieto: “Agradezco al Señor que, por medio del Papa Francisco, haya confiado en mí para ser y servir como pastor a la Iglesia en Santiago de Compostela”

El arzobispo electo de Santiago de Compostela, monseñor Francisco Prieto, hasta ahora obispo auxiliar, nos ha escrito una carta a todos los diocesanos con motivo de su nombramiento.

 

A TODOS LOS FIELES CRISTIANOS, A MIS QUERIDOS HERMANOS DE LA ARCHIDIÓCESIS DE SANTIAGO DE COMPOSTELA

 

Os saludo cordialmente, con afecto y cercanía, en el Señor, el Buen Pastor, e invocando la intercesión de María Nuestra Madre y del Apóstol Santiago

Pronto hará dos años, el próximo 10 de abril, lunes de Pascua, que fui ordenado obispo auxiliar de esta querida Archidiócesis de Santiago de Compostela y de su Arzobispo don Julián Barrio Barrio. En verdad, se puede decir que llegué como peregrino desde la vecina diócesis de Ourense, en la que nací y recibí el don de la fe y del ministerio sacerdotal. En aquella ocasión, os decía en la acción de gracias, tras la ordenación, que agradecer es reconocer que todo nos ha sido dado: el don de un ministerio como el episcopal, que no es tarea ni oficio, sino entrega, ofrenda de la propia vida, servicio “sin tacha día y noche” (como dice la plegaria de ordenación) a Dios y a esta porción del Pueblo de Dios, un bello mosaico de construido de muchos rostros y variados caminos, a la que he sido llamado a servir y acompañar.

En estos dos años como Obispo Auxiliar uno va tomando conciencia de la belleza y enormidad de la tarea encomendada, y consciente de mis limitaciones, sólo, una vez más, puedo decir GRACIAS.

A Dios, en primer lugar, que, sabiendo del barro del que estamos hechos, me llama ahora, por medio de la Iglesia, a servir como Arzobispo a este su Pueblo que habita y vive su fe en la extensa  y hermosa geografía de esta Archidiócesis. Agradezco al Señor que, por medio del Papa Francisco, al cual deseamos una pronta recuperación de su salud, haya confiado en mí para ser y servir como pastor a la Iglesia en Santiago de Compostela.

Permitidme que me dirija a mi querido hermano don Julián, durante 27 años  arzobispo de esta Iglesia diocesana: Gracias por su entrega, por su dedicación, por su servicio. El Señor que ve en lo escondido sabrá agradecerlo como corresponde. Personalmente, gracias, mi querido don Julián, que desde el primer momento me acogió con afecto paterno y cercanía de hermano; y con paciencia y maestría, con gesto sobrio y palabra honda, me enseñó y ayudó a conocer y querer a esta Iglesia: a sus sacerdotes, a los fieles de nuestras parroquias, a los laicos (grupos y movimientos, niños y jóvenes, catequistas, profesores, voluntarios de la acción socio-caritativa), a los miembros de la vida consagrada, a los seminaristas… a todos los que sois ese Pueblo de Dios del que tanto he aprendido y recibido en estos dos años. ¡Cuánto me habéis dado! Saber escuchar, acompañar, tender puentes y caminar juntos. Sé que cuento con vuestra ayuda y oración para ser con vosotros e para vosotros un pastor según el corazón de Dios: padre, hermano y amigo.

He ido apreciando esperanza y fe, ilusión y generosidad, retos y caminos a recorrer, desde las dispersas parroquias del mundo rural, hoy tan afectado por la despoblación y el olvido, hasta las presentes a lo largo de la costa, donde el mar acaricia a sus gentes en medio de importantes retos y dificultades; sin olvidarme de las tres ciudades, Santiago de Compostela, A Coruña y Pontevedra, que aportan una historia de rico pasado, comprometido presente y esperanzado futuro en su vida cristiana y ciudadana.

Son momentos para ejercer la confianza en Dios, y descubrir con gozo que Él nos da su gracia cuando nos llama a servir con más entrega al Pueblo de Dios, especialmente a todas aquellas personas, aquellas familias que más sufren estos duros momentos de crisis social y económica. Ante esta situación, en palabras del Papa Francisco, caminemos en esperanza por las semillas de bien que Dios sigue derramando en la humanidad y asumamos que, ante este reto y siempre, nadie se salva solo (cf. Fratelli tutti 54-55).

Un cordial y afectuoso saludo a todas las autoridades civiles, políticas, académicas, judiciales, militares y a los agentes sociales, así como a tantos hombres y mujeres de buena voluntad, creyentes y no creyentes, cristianos y no cristianos, con el deseo de trabajar juntos, desde el respeto y el diálogo, en favor del bien común de las gentes y pueblos de la Archidiócesis de Santiago de Compostela.

Consciente que la Puerta de la gracia siempre permanece abierta, encomiendo el ministerio que ahora se me confía, al que he sido llamado para serviros, al apóstol Santiago, a María nuestra Madre, aguardando que vivamos con gozo la próxima Pascua.

Que Dios os bendiga.

 

Francisco José Prieto Fernández
Arzobispo electo de la Archidiócesis de Santiago de Compostela

 

Fuente: archicompostela.es