Los caminos de Dios y los senderos del hombre
Nuestra vida es un proceso, un camino que se va recorriendo cada día. Nos acompañan muchas preguntas: ¿De dónde vengo? ¿Qué hago en este mundo? ¿A dónde voy? ¿Qué sentido tiene lo que soy, hago, busco, sufro? Encontrar respuesta a estas y otras preguntas es lo que da sentido a la existencia humana.
Por eso, definir al ser humano como viator es afirmar que siempre está en camino y que solo cuando está en camino es verdaderamente hombre; más, incluso, que cuando está en reposo en su posada. Con Don Quijote diremos que «vale más camino que posada» o que «el camino es mejor que la posada». Se puede entender, por consiguiente, que el pensamiento del camino pertenece al alfabeto ético del hombre: ser y estar en camino define no solo la existencia del creyente, sino la misma existencia humana.
En numerosas ocasiones el Papa Francisco se ha referido a esta condición del ser humano. En su exhortación Evangelii gaudium escribió que todo cristiano debería llevar consigo la «dinámica del éxodo» (EG 21), salir de sí mismo y caminar para ir siempre más allá de toda etapa alcanzada. Dice incluso que «la intimidad de la Iglesia con Jesús es una intimidad itinerante» (EG 23), indicando así que la comunión con Él es un camino permanente que no debe provocar miedo ni producir cansancio.
Ponerse en camino supone un ejercicio verdaderamente humanizador. Es evidente que la peregrinación es símbolo y a la vez realización concreta de la condición del hombre como viator bajo el signo de la esperanza: gracias a la esperanza se pone en pie y se pone en camino para encontrarse con un horizonte de plenitud. Es el hombre finito, necesitado de realidades de valor superior, que hay que buscar y alcanzar con empeño y esperanza. A veces son realidades escondidas en la intimidad personal, que precisan de un viaje hasta ese fondo íntimo para encontrarlas.
En esta tensión, en esta pugna en la que se sustancian el logro o el fracaso personal, la peregrinación (y, por ende, el Camino de Santiago) se convierte en una figura, una interpelación, un estímulo fundamental. Necesitado de impulsos, de imágenes y símbolos eficaces, de experiencias que sirvan de precedente, de soportes y compañías para el camino, la peregrinación desde siempre ha sido y por siempre será un recordatorio poderosísimo de la condición de homo viator, que es sustantiva en el hombre, el ser que siempre se halla in fieri.
La peregrinación a Santiago ha de ser, en este sentido, estímulo y ocasión para una sincera conversión, entendida como camino de retorno, de inicio o reinicio: volver a la casa del Padre. Atravesar la Puerta Santa es cruzar el umbral de la misericordia de Dios y comprometernos a ser misericordiosos con los demás como el Padre lo es con nosotros. Conversión significa volver la mirada a Dios y a los hermanos, elevar la mirada más allá de los intereses personales y de nuestras posesiones materiales. Si experimentamos de verdad la misericordia de Dios, podremos desprendernos de muchas cosas para compartirlas con los demás y, al disminuir el peso de la mochila, avanzaremos más libres y ligeros por el camino de la vida.
El Camino y su meta, los caminos y la tumba del apóstol Santiago, se presentan como un gran espacio abierto y un horizonte en el que caminan y hacia el que se encaminan los que buscan y los que no buscan, los inquietos y los indiferentes, los creyentes y los no creyentes. Y en ese camino debemos suscitar la pregunta por el sentido de la vida, por su horizonte trascendente. El Camino es ocasión para dejarse encontrar por Dios, que nos aguarda en la meta. Y como la mochila del peregrino, ligeros de equipaje, pero densos de vida y de ganas de encuentro, de propuestas, de escucha, para ofrecer al caminante el don de la fe que, como alguien escribió, no es una bandera que se lleva con gloria, sino una vela encendida que se lleva con la mano entre la lluvia y el viento en una noche de invierno.
Cuando en los programas electorales la noción de bien común ha sido sustituida por la de interés general, que en absoluto es sinónima de la primera; cuando se han cumplido dos años de la guerra en Ucrania y Europa parece cansada y deprimida; cuando el desarrollo de la inteligencia artificial se ha acelerado y genera una gran incertidumbre; entonces, precisamente ahora, nuestro presente, los católicos —acogiendo la llamada de Juan Pablo II, de Benedicto XVI y de Francisco— tenemos que comprometernos con la mejor política, esa que está verdaderamente al servicio del pueblo, del bien común, de la fraternidad.
Artículo publicado en alfayomega.es